Para que, les decía ella, no los engañaran cuando les llegara la hora de cobrar un sueldo (2000)
Andrés Rivera*
Esperó ese nombramiento, meses y años. Movió recomendaciones, memorizó las palabras necesarias, vadeó puertas con paciencia y discreción. Por meses y años, también tuvo náuseas.
Dio clases particulares a chicos que jamás distinguirían la g de la j, la s de la z; a chicos que se aburrían en la escuela, a algún mocoso consentido que quería explorarle los interiores de la bombacha con el mismo aire codicioso y chambón que empleaba para manosear a la muchacha-todo-servicio.
Preparó, apresuradamente, una valija, y viajó horas y horas rumbo al destino que le asignaron. El paisaje cambió. El ómnibus se llenó de cáscaras de frutas, de olores rancios, y de mujeres bajas y de anchas caderas, ojos achinados y palabras escasas.
Subió un cerro pedregoso, cubierto de matas salvajes y chatas. La escuela, en la cima del cerro, tenía techo de ladrillo y zinc. Tenía dos habitaciones con una cama cada una, una pequeña cocina, y tenía una sala con bancos y pupitres, y un pizarrón donde ella escribiría, probablemente, letras desarticuladas. No faltaba el retrato, en lo alto de la pared, del padre del aula inmortal.
Respiró aire puro.
Los chicos aprendían a unir consonantes y vocales y armaban una palabra. Y después, unidas consonantes y vocales, nombraban el paisaje, los árboles que les eran familiares, las chivas y los perros. Sumaban un número y otro número hasta sortear el error, para que, les decía ella, no los engañaran cuando les llegara la hora de cobrar un sueldo.
Ella aprendió, a su vez, que los chicos crecían entre piedras, llanura, vientos y resignación, y que olvidarían los precarios trazos que escribieron en la pizarra y en el papel.
Ella les calentaba algo de locro, algo de fideos, algo de leche en un hornillo a gas. Ella los miraba comer, voraces y silenciosos.
Ella los despedía con un beso en la mejilla, y los chicos se encogían, tensos, como si los fueran a castigar.
Ella los miraba bajar el cerro, camino a sus casas, en el crepúsculo de cada día.
Ella conoció la fatalidad de algunos desamparos.
Fragmento de "Lento", en Cuentos escogidos, Buenos Aires, Alfaguara, 2000, citado en Relatos de escuela, de Pablo Pineau (compilador), Buenos Aires, Paidós, 2005.
*Andrés Rivera (1928) . Seudónimo literario de Marcos Rivak. Escritor de cuentos y novelas breves, de estilo lacónico y potente. Ha sido Premio Nacional de Literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario