Semanas atrás, fueron distribuidos en la sede del Ministerio de Educación de la Nación los premios del certamen escolar denominado "Periodistas por un día", en el cual participaron alumnos de la enseñanza media. En esas circunstancias, Matías Cabrera, estudiante catamarqueño premiado por una investigación realizada en colaboración con José Ledesma y titulada "Trabajo rural de los adolescentes en el extremo austral de la yunga", planteó el problema de los menores que quieren estudiar y no pueden hacerlo porque deben trabajar en el medio rural, en condiciones tales que les impiden acceder a la escuela.
Este inconveniente se torna mucho más preocupante por el hecho de que la existencia de niños que trabajan a pesar de que están por debajo de la edad mínima de la admisión en el empleo crece en todo el mundo, en especial en el campo de la agricultura, que en todo el planeta involucra a 132 millones de menores de 14 años. Aquí, en el país, el porcentaje de menores de 17 años que trabaja es mayor en las zonas rurales que en las urbanas. Otro dato no menos significativo es que en el campo trabaja el 35,5 por ciento de los adolescentes.
El ministro Daniel Filmus acogió la iniciativa con simpatía, dijo que desconocía por qué no se cumplían los programas de asistencia existentes y prometió ocuparse del tema.
Las palabras del joven alumno fueron oportunas y atinadas al plantear un justo llamado de atención sobre un flanco de la realidad de nuestra enseñanza distante de la equidad de oportunidades educativas, principio tantas veces proclamado, pero sólo parcialmente atendido, pese a estar reafirmado por la ley 26.061, de protección integral de la minoridad. Asimismo, la existencia de un gran número de menores de edad que trabajan y por ello no estudian choca con las políticas de erradicación del trabajo infantil de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), a las cuales ha adherido la Argentina.
Por otra parte, la norma actualmente vigente en el área educativa, en su capítulo dedicado a la enseñanza rural, garantiza el cumplimiento de la educación obligatoria y enuncia los diseños institucionales adecuados para que los alumnos de esas regiones más castigadas por las deficientes condiciones de vida puedan mantener su vinculación con la familia y su medio de pertenencia mientras estudian. A la vez, alienta el desarrollo de modelos de organización escolar flexibles, o sea, aptos para resolver sin mayores dilaciones las diversas y complejas situaciones que se suelen presentar en las diversas clases de ámbito rural existentes en la Argentina.
Ciertamente, mucho hay que hacer en esta área educativa. En 2004 eran 342 las escuelas rurales, con una distribución desigual en la cual la provincia de Buenos Aires contaba con el mayor número (81), seguida por Santa Fe (48) y Entre Ríos (25). En tanto, Santa Cruz (1), Tierra del Fuego (1), Neuquén (3), Formosa (4) y Catamarca (5) tenían el menor número. Asimismo, hay diversidad de modelos escolares, con variadas denominaciones, ya sea en el ámbito oficial o privado.
Esta modalidad de la enseñanza, iniciada tempranamente en nuestro territorio en 1823, ha padecido las consecuencias de políticas erráticas que no respondieron satisfactoriamente a las necesidades de la población ni a los objetivos formativos de un país con tanta riqueza agropecuaria. Para agravar esa situación, en la década del 90, la reforma educativa promovida por la ley federal que ahora caducó produjo el impacto adverso de marginar la educación técnica y la agropecuaria, daños reparados sólo de modo formal por la actual normativa.
De ahí que las palabras del joven investigador premiado permiten apreciar el vacío en que se encuentran muchos menores, al margen de las oportunidades que la sociedad les promete y debe ofrecerles concretamente.